lunes, 25 de febrero de 2013

EL MEJOR ALCALDE DEL MUNDO








El mejor alcalde del mundo


Tranquilo y apasionado. Visceral y reflexivo. Humanista antes que político.

El alcalde de Bilbao, enfermo de cáncer y viudo reciente, afronta el trabajo y el futuro entre la melancolía y el placer de estar vivo.

Acaba de ser elegido mejor regidor del mundo.

Azkuna se enorgullece del premio a la transparencia

Juan Cruz 23 FEB 2013 -








Los sábados, el alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, se patea las obras municipales. / Sofía Moro







Iñaki Azkuna se sienta a la mesa como si se fuera a escapar enseguida. Mira con la intensidad de un niño. Cumplió 70 años el 14 de febrero, tiene un cáncer desde hace una década y de un cáncer murió su mujer hace seis meses. Ahora vive solo en casa.

En la mesa lo mira todo. Quiere saber qué pasa en la cocina, qué ha pedido cada uno. Hasta que él mismo parte el rape para los demás no pide lo que su salud le exige: una sopa. Hace diez años, la vida le envió la mala noticia. Un cáncer. Y a cada rato le avisa de nuevo. Eso le ha hecho frugal. Un monje con las manos agarradas a las rodillas, igual que Bielsa al borde del césped.

La enfermedad asoma a veces al rostro dándole una palidez que desaparece en cuanto lo has mirado dos minutos. Estudió radiología cardiaca. La especialidad le enseñó que a veces mirar el dolor te impide ver el alma. Cuando recibe esos avisos, como el último día de 2012, llama a su amigo Sabas, le pide que lo lleve al hospital de Basurto y allí se somete en silencio al dolor de estar vivo. Esas advertencias de la vida tuvieron hace medio año la peor de las confirmaciones: su mujer, Anabella Domínguez, una mexicana a la que conoció en París, se murió de un cáncer que le impidió comprobar que aquello que ella había soñado, que a su marido lo eligieran mejor alcalde del mundo, se cumplía por fin, era un hecho.

Iñaki Azkuna, el mejor alcalde del mundo. Casi nada. “Pues sí, casi nada”. Él cree que el mejor alcalde es el alcalde de cualquier pueblo ignoto que no tiene un duro. Los sábados se va con su amigo Sabas, concejal de Servicios, a ver las obras. Terminan cantando bilbainadas. La enfermedad le ha puesto impedimentos; no le ha restado capacidad de cabreo, así que si encuentra desperfectos o negligencia, truena como el misterio. Parece que siempre fue el alcalde. Pero cuando lo ves ahí, ante una réplica del rostro que Victorio Macho esculpió para que nadie olvidara la cabeza de Unamuno, sabes que detrás de este hombre hay mucho más que un tipo que manda en Bilbao.



Ante la Virgen de Begoña
soy el más católico. En el Ayuntamiento, el más laico”

La mano de Azkuna iba a ser la de un pelotari, pero Iñaki se entrenó solo de admirador. Su padre lo llevó al frontón cerca de la casa donde nació en Durango. Tenía trece años y delante veía a un gigante que se llamaba Miguel Gallastegui, un fenómeno. Muchos años después, cuando el alcalde obtuvo su tercera mayoría absoluta, Gallastegui le envió un telegrama: “Me viste ganar cuando tenías 13 años. Yo ahora tengo 93 y te he visto ganarles a todos”. Los Príncipes, a los que ha llevado mucho a ese restaurante en el que él parte el rape, La Viña, le enviaron una carta cuando lo nombraron mejor alcalde del mundo…

La madre de Azkuna era costurera. El padre era obrero, en la guerra peleó con el Ejército vasco. Los dos eran del PNV. La madre estuvo exiliada en Francia, el padre estuvo preso en Ciudad Rodrigo. Cuando Azkuna estudió Medicina en Salamanca, el padre lo visitaba y se iba a su “universidad”, decía él, las murallas de Ciudad Rodrigo. Allí estuvo condenado a muerte, aprendió la dura tarea de esperar la última pared.




Un busto de Unamuno, al que Iñaki Azcuna comenzó a admirar durante su época de estudiante en Salamanca, preside su despacho. / Sofía Moro

Ellos formaron parte del silencio espeso de la posguerra. “Tenían mucho cuidado de no hablar de política con nadie, porque estaban en el pueblo, todos se conocían y ellos eran rojos separatistas. Nunca me enseñaron a tener odio ni a ser ningún talibán”. El padre era metalúrgico. Ángel; ella era Vicenta. Vicenta era una mujer “con muchas ideas”. Los hijos eran Iñaki y Marisol. La hermana murió. Ahora él es el sobreviviente. Y en casa está solo; el hijo ya vuela por ahí.

Pero la historia de los padres es como un cuadro en la pared, en él se mira. Antes de morir la madre les pidió que la llevaran a Angulema, a ver el lugar donde la ayudaron a vivir el exilio. “Volvió más contenta que unas pascuas; para ella fue un gran momento de emoción. Esas cosas te marcan la vida”.



Mi familia ha muerto joven. No me hace falta que me lean las manos. Sé que estoy condenado”

El alcalde dice lo que le da la gana; un cura le reprochó que fuera el primer alcalde católico que casaba a homosexuales. “Ante la Virgen de Begoña soy el más católico. En el Ayuntamiento soy el más laico”. El alcalde nació en 1942, un año después del casamiento. Escuchó poco de la guerra. A la casa entraban “trece panecillos negros” en la posguerra. Se cocinaba con manteca o tocino, el aceite se sacaba de estraperlo, la palabra que se apoderó del diccionario de la miseria. En Bilbao hubo ricos gracias al estraperlo y a la chatarra que venía de los tanques. Los restos de la guerra eran también metáfora de la mezquindad que la siguió. “Ese pan negro es uno de los recuerdos más claros que tengo de esa época y de aquella cuaresma en la que se cerraba todo y no se podía bailar”.

A Salamanca fue a estudiar porque la madre montó una tienda de costura. Ahí fue donde descubrió a Unamuno. El obispo Gúrpide había dicho que don Miguel era un hereje. Estaba en el Índice. Pero había una librería católica en la que estaba la colección Austral. Y ahí estaban Unamuno, Baroja… Baroja también estaba en el Índice. “¡Que la jerarquía incluyera a Unamuno, un hombre que ha escrito El Cristo de Velázquez, en el mismo puchero que a Lutero! Es increíble”. El tiempo hizo que Gúrpide y HB coincidieran (“uno, porque creía que era un hereje; los otros, porque lo llamaban españolista”) en el desprecio a Unamuno.

Fue de los que se fueron a París, a hacer la revolución del exilio. “Tenía 25 años; fueron años extraordinarios, años sin enemigos. Una beca de 17.000 pesetas y en París, eres el amo del mundo. ¡Y soltero!”. La mujer era de Chiapas. Estudiaba Filología Francesa. Se casaron en 1973. Murió el padre, 61 años. La primera experiencia del dolor. Durante aquellos años de París estuvo alejado de la familia, incluso demasiado. “Pero esa noticia es un bombazo, ya eres otro desde entonces”.

Vicenta murió con 72 años. “Mi familia ha muerto joven; en el lado de mi padre, todos con cáncer. No me hace falta ni que me lean las manos. Ya sé que estoy condenado”. Incluso ante la muerte: la serenidad aunque diluvie. Esa energía le ha servido para afrontar la soledad que le produjo la muerte de su mujer. “¡Todo lo que hemos discutido y el poco caso que le hecho en vida! ¡Y ahora siento cuánto me ha querido, cuánto me ha ayudado y qué solo me he quedado! Porque al final te quedas solo. Los hijos no pueden cuidar todo el día a los cacharros viejos. En la soledad es cuando te das cuenta de lo que ha sido una compañera. Te dices que tienes que superarlo porque hay que seguir viviendo, pero son trances muy duros”.

Los sábados, los potes, las bilbainadas. La soledad en casa. “Con mis amigos, por lo menos llenaría dos manos… Los veo, claro. Están alrededor, cerca. Ir a comer o a tomar potes está tirado. El problema es cuando necesitas a un amigo. Yo lo he necesitado en momentos en que he tenido que ingresar en el hospital, he llamado a un amigo, muchas veces a un amigo cercano que trabaja conmigo en el Ayuntamiento. Y me ha ayudado”.

Mientras estuve con él ofició una boda. Desde el estrado recriminó de coña a los novios, que se iban a Indonesia. “¡Pero qué van a hacer allí, con lo bien que se come en Bilbao!”. Luego me recordó los primeros matrimonios homosexuales que dirigió, y por ahí fuimos a la fe. “Soy creyente, pero tengo muchísimas dudas. Creo en la trascendencia de la persona, pero creo también en una trascendencia laica. A veces actuamos como lobos. Los corruptos, los mangantes y los tiburones que nos han llevado a esta situación son todos lobos; les ha importado un pepino la naturaleza humana y la sociedad y han ido a lo suyo, a tiburonear”. Perdió la fe en París. Luego la recuperó. “En París se pierde todo. Se ganan muchas cosas, pero yo era investigador médico y así a Dios lo ves muy lejano. La recuperé por la muerte de mi padre. La fe ayuda a entender el misterio de la muerte. La muerte es un misterio. Nos morimos porque nos oxidamos. El problema es por qué una persona con corazón, emociones, pasiones y con inteligencia se muere y ya no aparece. Porque, eso sí, por aquí no ha aparecido nadie. Ni los santos. Ese es el misterio de la muerte”.

En su partido ha sido un verso libre y por ello alguna bofetada le han dado. “En mi huerto he labrado yo con mi propio azadón”. ¿Ahora mira otro País Vasco? “Falta, aún falta mucho por andar… Aquí hay gente muy recalcitrante que quisiera seguir como antes. Ha habido otros que de momento han ganado la batalla, pero eso no les da derecho a que nos den lecciones de democracia a los que siempre hemos sido demócratas y nunca hemos cogido una pistola. Todavía tienen que aprender a decir que durante 40 años han apoyado a un grupo terrorista”.

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