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Reflexiones electorales tabernarias, de Manuel Mandianes en El Mundo
El autor lamenta la banalización de las campañas electorales, en las que la mercadotecnia se ha impuesto a las ideas. Considera que la clase política se ha ganado a pulso su desprestigio y que es necesaria una profunda reforma.
Los carteles, los discursos y las imágenes de la campaña electoral son, repitiendo las palabras de Gelman, «el todo de la nada», «sustancias rotas», «paisajes que se olvidaron ser». Ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el suyo. Los políticos, todos sin excepción, prometen hacer mañana si ganan las elecciones lo que no hacen hoy que están en el poder. Jamás nadie ha oído a un dirigente hacer autocrítica de su mandato aunque éste haya sido un desastre. «Algunos disfrutan de tan poca credibilidad que las gentes no les hubieran creído ni la autocrítica», decía aquél.
Aún hay partidos que funcionan a base de consignas de épocas pasadas, que se quedaron vacías porque las circunstancias eran completamente diferentes de las actuales. Nadie sabe si las repiten por falta de ideas o si porque piensan que los ciudadanos son idiotas y que no se dan cuenta de nada. Ningún partido cree las encuestas cuando le van en contra pero todos se dejan llevar por la euforia cuando les son favorables.
Una campaña electoral hoy es fruto de la imaginación, del ingenio, de la capacidad creativa y de la originalidad de una agencia publicitaria a la que poco o nada le interesan los problemas del país. En los manuales entregados en vísperas de las campañas electorales les dicen a los candidatos cómo han de hablar y qué tienen que decir; los políticos aprenden de memoria el manual del partido y ensayan las buenas maneras, la correcta pronunciación, las mejores frases hechas y las permanentes sonrisas de oreja a oreja. Lo peor es que, además, hacen promesas que no podrán cumplir jamás. Un político me decía recientemente: «Apenas tengo tiempo de leer los informes y los resúmenes de prensa que me prepara la secretaria. El resto del tiempo lo paso en reuniones. Hace tiempo que no leo libros porque no puedo».
Aunque acuda a un congreso de especialistas en física atómica, el político que lo inaugura -tal vez licenciado en filología aramea- puede hablar media hora sobre temas que nada tienen que ver con el congreso. En general, los políticos dicen lo que se les viene a las mientes o lo que creen que los que están delante quieren oír. Olvidan lo que alguno de ellos, copiando al filósofo, dijo: «Sólo soy dueño de mis silencios». Es verdad que los únicos que guardan silencio son aquéllos que tienen algo que decir. Por eso a los sabios generalmente hay que sacarles las palabras con sacacorchos. A los políticos les encantaría que los diarios y los informativos fueran sólo una caja de resonancia de lo que ellos dicen. De hecho, los periodistas se han acabado soliviantando y puesto de acuerdo para señalar a quienes no quieran responder a preguntas en las ruedas de prensa.
«La clase política es reflejo de lo que somos los españoles, así como el cine que tenemos es reflejo de nuestra sociedad», dijo alguien. «No siempre es verdad aquello de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Los pueblos tienen los gobiernos que las leyes les permiten y las leyes están en las manos de los que nos manejan», respondió otro. «Eso es una galimatías de palabras que nadie entiende», comentó un tercero.
Todo el mundo sabe que una sociedad necesita una clase dirigente. En nuestro sistema electoral, la ciudadanía está obligada a elegir entre unos candidatos escogidos por los jefes de partido dentro de listas cerradas; es decir, candidatos impuestos por los dirigentes. «El que se abstiene no tiene derecho a protestar», se oye repetir con frecuencia. El filósofo tertuliano comentó: «Abstenerse es un grito por un cambio radical. Son necesarios los dirigentes, pero no son necesarios muchos de los dirigentes actuales».
La democracia es el sistema menos malo de cuantos hasta ahora se han puesto en práctica, pero puede funcionar menos mal de lo que funciona. Los políticos, al menos de boquilla, hacen todo lo que pueden para que todos vayan a votar porque, incluso el voto en blanco, supone legitimar el actual funcionamiento del sistema. La gente tiene sus ideas y vota con la convicción de que los elegidos van a trabajar por configurar la sociedad de acuerdo a las ideas que representa cada uno de los partidos por los que se vota.
Hay días en los que si se arrancaran las páginas de fútbol y las que hablan de corrupción política de los periódicos, éstos serían trasparentes. «Las relaciones de los grupos mafiosos con la política son la espina dorsal de su poder», dice G. C. Caselli. Siguiendo varios meses la corrupción política en los diarios, se puede reconstruir todo el catálogo de delitos contra la hacienda pública, tráfico de influencias, obstrucción a la justicia… La gente no entiende que los políticos disfruten del mejor retiro posible por haber ocupado un escaño durante unos años en el Parlamento; tampoco que los diputados europeos viajen en primera. Es como si se creyeran una raza superior a quienes viajan en el mismo avión pero en turista, que también acuden a trabajar a su destino.
Se oye decir con frecuenta: «Bien rico es nuestro país que, a pesar de lo que roban, estamos en donde estamos y se puede hacer lo que se hace». Se pudiera pensar que la preocupación primordial de la clase política es asegurar su permanencia. Cada vez está más generalizada la preocupante convicción de que los candidatos se meten en política para ganarse la vida. Nadie cree que vayan en una lista porque sienten una auténtica llamada o vocación de servicio público, sino por un afán de servirse de las instituciones públicas para arreglar sus problemas, favorecer a los suyos, saltarse las reglas del juego para conseguir lo que desean; en definitiva: el poder. Los ciudadanos no entienden por qué, por ejemplo, un político tiene que ser aforado. Todos estamos expuestos a las denuncias de la gente que no nos quiere.
Muchas veces me han preguntado: ¿Cómo es posible que las sociedades primitivas tuvieran aquella capacidad de razonamiento para resolver ciertos problemas?». Les respondo con Levi-Strauss: «Lo que les interesaba no era el razonamiento sino la resolución espontánea de tensiones psicosociales que constituyen datos inmediatos de la vida cotidiana». Aquella gente se guiaba por el sentido común, cosa que no hacen los políticos de hoy. Al contrario, algunos de ellos se aprovechan del puesto de confianza que los ciudadanos les han confiado para saquear las arcas públicas y hacer lo que les da la gana.
No se puede esperar mucho de las leyes que los políticos se dan a sí mismos sobre sus salarios, sobre sus responsabilidades políticas, sobre comisiones de investigación de sus delitos y sobre sus privilegios. Lobo a lobo no se tira bocado. Se atacan y se destrozan en campaña electoral para conquistar el poder o para seguir en la poltrona, pero se unen como manada para defender la casta ante cualquier ataque que viene desde fuera y que puede poner en peligro, no ya a la casta, sino el mínimo privilegio del que disfrutan sus miembros.
Ortega dijo: «Lo que pasa es que no sabemos lo que pasa». La gente de hoy sabe lo que pasa. Unos dicen: «La política es el único negocio que nunca da pérdidas porque los políticos negocian con dinero ajeno». Dicen otros: «Antes que cumplir la pena íntegra, lo que le interesa al pueblo es que quien haya robado valiéndose del puesto de confianza otorgado por los electores no salga de la cárcel hasta que devuelva el último céntimo al erario público».
Los políticos catalanes hablan de la desafección del resto de España hacia Cataluña. Se equivocan; la desafección del resto de España es hacia los políticos catalanes, no hacia Cataluña; en realidad, la desafección es de toda España hacia sus políticos. ¿Cuál es el valor del individuo en la ecuación que formulan nuestros políticos?, preguntó alguien. «Los políticos, cuando hay mucha gente reunida, no ven ciudadanos sino votantes», respondió el filósofo.
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