miércoles, 19 de enero de 2011

MARCELO ARCE


del Sábado 15 de enero de 2011 MArcelo Arce: 35 años en la difusión musical

Por amor a la música

El célebre defensor de “la clásica música” repasa aquí su carrera, con sus transformaciones, sus logros y sus cuentas pendientes.

A Arce le gustaría “llevar esto a docentes que a su vez lo multipliquen” y otros megaproyectos, pero sabe que eso está fuera de las posibilidades, al menos por el momento. Foto: Pablo Aguirre
Ignacio Andrés Amarillo

iamarillo@ellitoral.com

Marcelo Arce cumplió en el año que se despidió 35 años en la difusión musical. En ese tiempo, lo que arrancó con una charla con un tocadiscos se convirtió en una experiencia que involucra la radio, los libros, la televisión por cable, la Web y, por supuesto, sus espectáculos didácticos en vivo, munidos de recursos audiovisuales que se complementan con su presencia escénica; los mismos que desarrolla en 18 ciclos estables en todo el país.

En diálogo con El Litoral, este melómano consumado repasó su tarea a lo largo de los años.

Suma y resta

—¿Qué balance hace de estas tres décadas y media?

—Sería muy extenso. Pero podría resumirlo cayendo en un necesario lugar común: aprendo cada día y a la vez puedo reconocer lo que voy afirmando, lo que queda como base verdadera. Creo que es el proceso lógico en toda profesión. Lo asumo como una bendición: es una actividad profesional que recrea permanentemente lo que más me gusta, lo que me apasiona. Sí, es una verdadera bendición. ¿Sabe qué felicidad cuando percibo que lo que trato de explicar llega y se comprende? Porque de no ser así ruego que nunca me pase, la culpa es mía. La culpa es de quien enseña. Sólo saber que el público se traslada, me confiere su tiempo, su sensibilidad y sus expectativas, es una carga gigantesca a la que debo tributar cada vez.

En este balance, hay tantos positivos como negativos. Entre los negativos están los intentos infructuosos de ampliar el espectro, que un medio masivo se atreva a multiplicar el efecto que tiene una función en el teatro. Es fácil y simple, pero cuesta horrores.

Otro aspecto negativo es que aún no he logrado imponer la música del pasado siglo XX: que la gente se pierda maravillas como Shostakovich, Berio o Ginastera me tortura; aunque tengo algunos recursos como anunciar Chopin y “sin aviso” deslizar la comparación con otro gran polaco, Lutoslawski, fallecido en 1994. ¡Y no falla porque el público termina fascinado al conocerlo!

Lo más negativo es que no tengo sponsors ni auspicios más que la fidelidad del público. ¿Qué hacer, cómo conseguirlo? Aquellos se orientan a lo que conocen; y entonces lo comprendo y lo acepto pues ingreso automáticamente en ese grupo desconocido. Por lo tanto, si esperé 35 años seguiré esperando.

No puedo realizar megaproyectos, como llevar esto a docentes que a su vez lo multipliquen; rearmar los conceptos en conservatorios para que vean que la música es eso que aprenden y algo más. Y lo peor: al no contar con ese apoyo, no lo puedo trasladar a entidades fantásticas -como la Asociación Mariano Moreno (de Paraná)- que en el “verdadero país”, el interior, producen cultura en abundancia y sin medios (“todo a pulmón”, como dice la canción de Lerner. ¿Hasta cuándo se seguirá sponsoreando la mediocridad?).

Mi tarea es una bella labor rodeada de complejidades con la superba felicidad del instante en que subo al escenario.

Procesos

—¿Qué cambios destacaría desde aquel entonces hasta ahora?

—En 1975, dejaba caer la púa en el surco exacto tras anunciar “Aquí entra la flauta”. Hoy con permanentes cambios tecnológicos que aplicamos, repito la frase. Pero no implica que repita todo el método, aunque básicamente sea el pilar de mi actividad.

Cada espectáculo tiene un largo proceso de elaboración e incumbe a diez y a veces 12 personas en su realización después que he trazado los guiones para el armado de los clips que proyectamos en la pantalla gigante. Y aunque en el escenario hay un esquema básico, sigo manteniendo el mismo núcleo que hace 35 años: la improvisación. Es mi sistema que además me asegura no caer en la rutina, buscar que cada espectáculo bajo el mismo esquema o tema anunciado no sea idéntico. Ese repentismo me libera y a la vez dejo que lo espontáneo fluya.

Mantengo los mismos defectos. Y así como soy de autocrítico, ferozmente autocrítico, también aprendí a reconocer cuando “sale redondo”. Regreso a casa o al hotel y antes que nada repaso todo lo dicho y apunto lo que olvidé, lo que equivoqué o algo nuevo que descubrí en el mismo escenario.

En la primera década yo estaba atado a la música estrictamente clásica (prefiero decir escolástica; y menos que menos culta, que a veces, se la muestra de tal manera que parece oculta). Admiraba otras músicas como el jazz o Los Beatles. Pero errado, pensaba que el público sólo me aceptaría la escolástica.

El primer giro en ese viraje fue “La consagración de la Primavera” de Stravinsky: la anuncié en el Auditorio de Belgrano, para 1.300 localidades. Apenas fueron unas 400 personas. Fracaso. En Del Plata cada fin de semana volvía sobre la obra, fragmentándola y comparándola con ritmos populares. Tanto insistí que al año apareció de nuevo en el cartel del Auditorio: sala colmada y todos felices. Esto me llevó al segundo giro: ¿por qué no seguir comparando con la música mal llamada “popular”? La clave era no avisar.

Para entonces estaban vendidas varias funciones de “Carmina Burana” que debía dar en el mismo Auditorio y en el Teatro Coliseo. Imagine la sorpresa cuando sonaba “Happy Baby” por Bill Halley y sus Cometas de los ‘50, que usa el mismo ritmo que “Veni, veni, venias” de la última parte de “Carmina” estrenada en 1937. Y el tercer giro definitivo sucedió en el Avenida: un concerto de Vivaldi y pegado, “Yellow submarine” de Los Beatles convertido al barroco con flauta, clave y cuerdas, como si Antonio Vivaldi se alejara en ese submarino pop. La respuesta del público me bastó para confirmar; y hasta recuerdo que miré orgulloso a mi esposa que estaba entre bambalinas; ella tampoco lo sabía.

Así presenté insisto, por fin liberado, lo que siempre sostenía a media voz y ahora lo pregono: hay una sola clase de música, la buena, la que es artística. ¿Y quién dice que tal obra es artística? Lo dicen las reglas. En música, la regla es que la obra tenga forma y contenido, un plan coherente que entrelace los temas y que exprese algo abstracto o algo descriptivo. Siempre, obvio, más allá que nos guste o no. Entonces invertí por capricho y ahora por una patente registrada que no es “música clásica” sino “la clásica música”.

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