31 mayo, 2013 - Autores: Alvaro Delgado Truyols y Fernando Gomá Lanzón en Crisis política e institucional
“¿Dónde está el poder de las leyes?”
Esta pregunta, formulada en su día por Demóstenes, es el inicio del ideario de este blog, cuya lectura recomendamos. La respuesta que da el orador griego puede parecer sorprendente, pero no lo es. Ese poder no está en quienes las formulan o quienes han de velar por su cumplimiento, sino en el convencimiento de sus destinatarios -que en una sociedad democrática serán todos los ciudadanos por igual- de que son justas, son adecuadas, y de que han de ser apoyadas en beneficio de todos.
Pero para que esto sea así, obviamente, es necesario que la sociedad perciba que las leyes que se promulgan tienen siempre esa finalidad. El que con demasiada frecuencia en España las leyes suelan tener una pésima calidad técnica, como se ha denunciado en varias ocasiones, no ayuda desde luego a ello. ¿A qué se debe esa manera muchas veces tan pobre, imprecisa y oportunista de legislar, característica reiterada de estas últimas décadas tanto en el Estado como en las diferentes Comunidades Autónomas? Puede ser en muchas ocasiones un fallo o defecto del legislador, acuciado por las necesidades inmediatas y las prisas de los políticos, más preocupados siempre por vender un titular de prensa que por garantizar una mínima seguridad jurídica a sus ciudadanos. La cuestión es si siempre se podría explicar por esta causa.
En los últimos tiempos, los dos autores de este post hemos comentado nuestra sospecha acerca de que la inseguridad y la imprecisión técnica que emana de la inmensa mayoría de las normas recientes quizá no siempre sea algo fortuito o producto de las prisas o de la falta de pericia técnica. La continuada, persistente e incluso creciente imprecisión de nuestros diferentes legisladores -todos ellos arropados en su labor creadora de leyes por múltiples funcionarios, asesores, consejos consultivos y demás parafernalia administrativa- ha superado ya manifiestamente el límite de lo que podría admitirse como torpe o casual. Por ello nos tememos que esa peculiar forma de legislar, en algunas ocasiones, especialmente en determinadas materias muy sensibles para los ciudadanos en general y para los empresarios y profesionales en particular, presenta indicios de ser como mínimo tolerada, pero quizá algo más: premeditada, querida, buscada.
¿Por qué? No estamos, obviamente, insinuando la existencia de una especie de conspiración organizada por la clase política. Nada de confabulaciones misteriosas. La respuesta, como suele ocurrir en tantas ocasiones, es prosaica y hasta vulgar. Es simplemente porque así los gobernantes pueden hacer con más libertad lo que les parezca sin que el ciudadano les dé mucho la lata. Si lo hacen mal para su propia comodidad y nadie protesta, ¿qué razón les impulsaría a cambiar?
Las diferentes Administraciones Públicas, en estos tiempos de crisis y tribulaciones para todos, sacan una importante tajada de la inseguridad jurídica que ellas mismas generan y de las consiguientes confusiones y errores de sus administrados. Y ello en muchos y variados aspectos. Cuando las normas son pocas, claras y fácilmente entendibles todo el mundo sabe lo que tiene que hacer, y los errores, incumplimientos, y demás infracciones no intencionadas se reducen enormemente. Pero cuando las normas son muchas, malas y contradictorias, y las diferentes regulaciones que confluyen sobre una materia concreta admiten varias y dispares interpretaciones, la cosa cambia sustancialmente. Y aquí es donde los gobernantes se colocan en ventaja. ¿Los motivos? Poner de manifiesto su poder, estar en disposición -si se tercia- de perseguir administrativa o incluso penalmente a sus enemigos políticos o económicos, reprimir conductas que no les agradan o interesan pero que no tienen fácil encaje en ninguna norma sancionatoria y, fundamentalmente, y por encima de todo, hacer caja para pagar sus enormes dispendios y sus habituales desviaciones presupuestarias.
Ejemplos en materias muy sensibles de nuestra legislación tenemos varios, la mayoría ya comentados aisladamente en este blog: desde la materia laboral, trufada de reformas de compleja comprensión y ejecución práctica en los últimos años (reforma del despido -ya en fase de nueva revisión-, regulación de los ERE, convenios colectivos, normativa sobre seguridad social en autónomos, empleadas de hogar,….), hasta la materia tributaria, cuya regulación supera los altos límites de dificultad interpretativa que ya tenía la anterior (enésima reforma del artículo 108 de la Ley del Mercado de Valores, nueva normativa sobre control del fraude fiscal y medios de pago, reformas en IRPF, IVA y Patrimonio, regularización fiscal, declaraciones sobre bienes situados en el extranjero,…). Sin salir de esta materia, resultan muy preocupantes no sólo la abstrusa redacción de bastantes de las nuevas normas, sino también las retorcidas interpretaciones que las diferentes administraciones –estatales, autonómicas e incluso locales- están haciendo en los últimos tiempos en liquidaciones e inspecciones tributarias sobre asuntos cuya liquidación era sencilla y pacífica en épocas de bonanza. Ver algunas de las respuestas recientes a consultas formuladas ante la Dirección General de Tributos, y la práctica actual de muchas oficinas liquidadoras ante determinados negocios jurídicos causa verdadero pánico. Y más miedo causa aún que esos peligrosos cambios de criterio en la práctica liquidatoria de determinados tributos se producen “de tapadillo”, de un día para otro y sin darles publicidad alguna, pareciendo responder a instrucciones políticas procedentes de la cadena de mando, y dando toda la impresión de que se destinan a “pillar” a la gente que creía estar haciendo las cosas bien o, por lo menos, como se habían hecho y admitido hasta tiempos bien recientes. En definitiva, al amparo de una normativa reiteradamente poco clara se está produciendo una alarmante proliferación de interpretaciones administrativas o tributarias inhabituales siempre en perjuicio del contribuyente, y un aumento de actuaciones recaudatorias e inspectoras caracterizadas por una inaudita voracidad fiscal.
Otra de las materias sensibles es la del blanqueo de capitales, cuya hiperexpansión normativa ha sido ya también comentada en el presente blog. La desaparición en España de la penalización de los delitos monetarios a finales del pasado siglo, por imperativo de la normativa de la Unión Europea, en unión de ciertos acuerdos internacionales suscritos por muchos países -que se resisten a no sacar tajada de los enormes flujos económicos que circulan por todos ellos en un mundo globalizado como el actual-, ha causado que un delito concebido inicialmente para sancionar las inversiones de fondos ilícitos procedentes del narcotráfico y del terrorismo se haya extendido enormemente -de una forma tal vez exagerada ya que se ha penalizado gravemente su comisión por simple imprudencia- poniendo en grave peligro a miles de profesionales que creían realizar su trabajo con diligencia. No vamos a discutir aquí la necesidad de reprimir la gran delincuencia internacional y sus manifestaciones económicas pero lo cierto es que algunos Estados, entre ellos significadamente el nuestro, han encontrado un filón para sancionar con este tipo penal aquellas conductas económicas que no les resultan cómodas o de su agrado, tengan mucho o nada que ver con la gran delincuencia transnacional, que es lo que esta figura trataba de perseguir en todo el mundo occidental.
Podemos poner más ejemplos de normativa torrencial y caótica, como la urbanística (estatal y autonómica), la de extranjería, la de ordenación bancaria y los múltiples parches y reformas producidos en los últimos años veinte años en el Código Penal, con el resultado de que hay muchos delitos tipificados pero inaplicables en la práctica y otros con un desarrollo hipertrofiado y particularmente confuso.
Una peligrosa manifestación de esta deleznable forma de legislar es el reiterado incumplimiento por los diferentes legisladores de la “vacatio legis”, plazo transcurrido desde la publicación de una ley hasta su entrada en vigor, que está destinado a que los diferentes operadores jurídicos puedan conocerla y estudiarla, y también a que no queden paralizados o devengan ineficaces los negocios en curso de ejecución pactados conforme a la ley antigua. Por ello el artículo 2.1 del Código Civil dice que “las leyes entrarán en vigor a los veinte días de su completa publicación en el Boletín Oficial del Estado, si en ellas no se dispone otra cosa”. Pues bien, ese “disponer otra cosa” ha pasado de ser la excepción a ser la regla general, y hoy casi todas las leyes, por motivos políticos o mediáticos, disponen su inmediata entrada en vigor, sin ningún respeto por el trabajo diario de los juristas y por los negocios jurídicos que se encuentran en tramitación. Así acaba de hacerlo drásticamente la Ley 1/2013 de 14 de mayo, de protección a los deudores hipotecarios, que ha llegado a cruzar la línea del esperpento jurídico puesto que entra en vigor el mismo día de su publicación en el BOE, el pasado 15 de mayo, pero como el BOE no se publica hasta las 7.30 horas, ha sido una norma vigente pero desconocida por todos durante bastantes horas de ese día. Y todo sin ninguna necesidad, por simple postureo jurídico, que sin embargo tiene el efecto secundario de generar en el que ha de aplicarla una sensación de inseguridad, de no dominar su trabajo, de cierta “culpabilidad” por ni siquiera conocer una ley en vigor que afecta a materias tan importantes.
“Ayudar a las leyes pasa por obligar a nuestros dirigentes democráticamente elegidos a tomar conciencia de su responsabilidad, denunciado sus excesos y sus carencias”, se dice también en el ideario del blog. El crear leyes con “holguras” significa abrir el campo a la arbitrariedad del poder y debilitar el Estado de Derecho. Y eso es exactamente lo contrario de lo que necesitamos en estos momentos.
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