La crisis económica ha desintegrado todas y cada una de las máscaras del presidente
Francesc-Marc Álvaro | 21/06/2010
Cuando Zapatero llegó al Gobierno en marzo del 2004 de manera inesperada y en un contexto de desconcierto y dolor colectivos sin precedentes, escribí que su gran y único mérito era el de no ser Aznar. La segunda legislatura del PP nos descubrió un líder conservador que, embriagado por la mayoría absoluta, había confundido la temeridad con el coraje y se había propuesto que España hiciera, de la noche a la mañana, dos operaciones de calado histórico en paralelo: en el interior, el cerrojazo autonómico; en el exterior, el cambio de posición mediante una nueva y preferente alianza con Estados Unidos. Aznar no escuchó a Rodrigo Rato y a otros, y su aventura se torció. En estas, Zapatero alcanzó el poder como la contrafigura exacta de su antecesor y le bastaba con repartir sonrisas y pronunciar palabras como "diálogo", "consenso" y "reforma". La retirada inmediata de las tropas españolas de Iraq marcó el techo insuperable de un gobernante que, embriagado con el capital de confianza que recibió, confundió los discursos con las acciones. En aquel momento, el número de fans de Zapatero se contaba por millones y los que señalábamos su inconsistencia y su frivolidad éramos tildados de aguafiestas, en el mejor de los casos. Hoy, los fans de otrora callan o han pasado a engrosar el coro de críticos furibundos de un personaje que ya no puede disimular su verdadera naturaleza. La crisis económica no ha hecho más que desintegrar todas y cada una de las máscaras que el líder del PSOE utilizó para bailar en el carnaval de sus engañosas políticas.
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Los que nunca fuimos fans de Zapatero sin serlo tampoco de Aznar ni de Rajoy tenemos –supongo– el derecho a recordar que ya les avisamos. El problema es que los platos rotos de esta etapa los estamos pagando todos. La irresponsabilidad de Zapatero sólo es comparable con su tremenda e irritante incomprensión de la naturaleza trágica de toda decisión política, como nos enseña Isaiah Berlin. El miedo cerval de Zapatero a la huelga general ilustra de manera elocuente su creencia infantil en un mundo donde las acciones del gobernante consiguen siempre aplausos unánimes, un universo de colorines en el que la retórica de las buenas intenciones es un bálsamo infalible para soportar la cruda realidad. Cuando el vendaval de los datos ha exigido cambiar de ruta, el débil timón de Zapatero se ha roto.
Mañana, el Congreso de los Diputados votará la convalidación del decreto ley de reforma laboral. Sin fans y sin aliados parlamentarios, el presidente tiene que sacar el carro del fango. Esto es mucho más difícil que ordenar la vuelta a casa de los militares que participaron en la invasión de Iraq. Aquí ya no sirve hacer lo contrario que Aznar. Por eso la Moncloa busca repartir el desgaste de esta antipática tarea. Con Rajoy surfeando el más alicorto electoralismo, el pase decisivo es para Duran Lleida. El chiste es que, al final, los únicos goles del partido los marcará el Tribunal Constitucional.
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